Por Navidad, el universo de entes
divinos y santidades que configuran la
esfera celestial, se contrae en sobrenatural sístole de acercamiento a los
mortales de la tierra. Este cíclico beatífico latido genera en todo el orbe cristiano una
densa atmósfera de recogimiento trascendente cuya poderosa mística extrae del alma humana un agridulce destilado de bondad, soledad
y desamparo.
En estos días de blanda perfección y
entrañable felicidad, con las estrellas al alcance de la mano, se abren los corazones,
reina la indulgencia, brota la fraternidad, y se establece la concordia en
forma de felicitaciones y cálidos apretones de manos. Tras la maceración de los
sentidos en delicadas fragancias de diseño y sinfonía repostera de turrones, confituras,
frutas escarchadas y licores, los tiernos sentimientos cristalizan
armoniosamente en la dulzura bajo la suave luz de constelaciones de millones de
bombillas y candorosa melodía de villancicos para componer la postal navideña.
Esta angelical espiritualidad de carta
nevada y azúcar glasé, resultado de la hermosa contrición cardíaca de las
personas de buena voluntad, a ratos triste, no tarda en ser desplazada por el
empuje de la irrefrenable mística pagana, de naturaleza gaseosa, al
desencadenarse una contra atmósfera de vaporosa alegría e incontenible fuerza
expansiva, generada por la fermentación del exceso de azúcares y de burbujas de carbónico ingeridos, cuyo “Big Bang” de
júbilo, potenciado por la explosión simultánea de innumerables cohetes y detonación de
botellas de champagne, tiene lugar, exactamente, con las campanadas que anuncian
la última pulsación del año.
El mundo terrenal, en su rítmico
palpitar, alimenta indefectiblemente sus dos necesidades esenciales, las del
espíritu y las de la carne. Al igual que el universo, del que formamos parte, que se expande,
nuestro mundo tiende al desahogo.
José Antonio
Quiroga Quiroga
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