En 1494, mediante
el tratado de Tordesillas, el papa Alejandro VI consintió en
adjudicar las dos mitades del mundo conocido, propiedad del Creador, a los
reinos de Castilla y Portugal. Hoy la Iglesia católica exhibe su potestad
haciendo que reyes y poderes públicos se inclinen ante un obispo y le besen el
anillo.
Bajo
esta perspectiva mística, no es de extrañar el escrito reivindicativo de los
obispos de la provincia eclesiástica de Santiago de Compostela por la ausencia de
los nuevos alcaldes de Santiago y La Coruña en la Ofrenda (misa y procesión) de
las siete ciudades del Antiguo Reino de Galicia al Santísimo Sacramento. Como
tampoco el artículo, “El laicismo excluyente”, de Carlos Negreira, portavoz del
PP en el Ayuntamiento de la Coruña; ni las declaraciones de la regidora de
Mondoñedo, también del PP, “un pueblo que huye de sus tradiciones, renuncia a
su identidad y alma”.
Antes
de entrar en el análisis de los argumentos esgrimidos por las partes dolientes,
que se sienten excluidas y discriminadas, al margen de que el Estado Español es aconfesional,
conviene dejar sentado que de entre las funciones de un cargo público no está
la de representante del credo o credos de la ciudadanía. Solamente, en rigor, le
corresponde la representación administrativa, aunque, en general, el ejercicio de la política, en su afán
intervencionista, trata de apropiarse y abanderar todas las esencias y
sensibilidades del pueblo.
En
su delirio místico, Carlos Negreira, apela
“a la unidad del pueblo gallego, que en el siglo XVII fue capaz de
reunir a las siete capitales de provincia para dar respuesta a la demanda de
los ciudadanos” ¿Pretende decir el autor que los gallegos se sienten comunidad
gracias a la religión católica, o acaso está reivindicando la desvinculación
territorial de Galicia como reino privativo? En la misma orientación nacionalista se alinea la exaltada, por
imperativa, declaración de la regidora
de Mondoñedo: “también exigimos que se respete nuestra voluntad de seguir
siendo un pueblo unido como única opción de sobrevivir”. Reprueba, el citado portavoz,
de confundir “aconfesionalidad” con
laicismo excluyente, enarbolando el art.
16.2 de la Constitución, redactado bajo la supervisión de la Iglesia Católica,
“Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos… mantendrán las
consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás
confesiones”. Sin duda, asocia cooperación (respetar y permitir actos públicos,
incluso financiación) con asunción, participación y respaldo a las mismas; pues
más adelante habla de “respetar y alimentar
una tradición…”.
El
nuevo alcalde de Santiago, tildado de liderar un movimiento populista y
radical, pero cuya actitud al respecto se ciñe a acatar el mandato
Constitucional, respondió “que no corresponde a un alcalde pedirle al Apóstol
que termine con el desempleo y la corrupción. Lo que toca es ser capaz de
impulsar políticas de transparencia y de fomento del empleo”. ¿No se percatan
los creyentes de la impertinencia de poner en entredicho la demostrada incapacidad
del Apóstol, al tiempo que evidenciar su
caprichosa pasividad en cuanto que no es dado a avenirse a poner remedio a las
precariedades si no se le pide?
La
ofrenda al Santísimo de las siete capitales del Antiguo Reino de Galicia es un
acto esencialmente confesional, coprotagonizado por la Iglesia y los representantes públicos de dichas
localidades. Por tanto, y según la Constitución, no procede la participación de
representantes del Estado (alcaldes) que decreta la aconfesionalidad del mismo. Ni cabe apelar a la tradición, al margen de
la discutible legitimidad de algunas, consideradas bárbaras, como valor con
vocación de eternidad. El hecho de que dos regidores decidieran no asistir en
representación de sus circunscripciones territoriales no debe interpretarse
como falta de respeto al acto litúrgico en sí mismo, sino simple acatamiento de
la legalidad vigente, si bien cuestiona la continuidad de la tradición por
cuanto la no participación política la
vacía de fundamento.
Dada
la reiterada recurrencia a la idea de laicismo como base argumental del escrito
de los obispos, y para no dejarse llevar por la proverbial retórica envolvente
de sus eminencias, es necesario tener
presente los conceptos, laicismo:
“doctrina que defiende la independencia del Estado respecto de cualquier
organización o confesión religiosa”; y laico:
“Dícese de la escuela o enseñanza que prescinde de la instrucción religiosa”.
No es cierto, por tanto, como afirman los prelados, “que la laicidad del Estado promueve la variedad de convicciones
existentes en la sociedad” (se abstienen, astutamente, de especificarlas),
en cuanto que no imparte su enseñanza. No se ajusta a la realidad declarar
que la laicidad del Estado consista en “negar la relevancia pública de este gesto
tan propio de Galicia, solo por el hecho de su forma cristiana”, porque no
se niega. Si acaso se cuestiona que haya que dar gracias a Dios como si el
Antiguo Reino de Galicia fuese obra del Áltisimo. Como tampoco dar a entender
que “no corresponde al Estado excluir a
los cristianos y a sus celebraciones del ámbito público y reducirlos a lo
privado”, porque el Estado sigue permitiendo la utilización de lugares
públicos para las manifestaciones religiosas, aunque la espiritualidad
pertenezca al ámbito privado e íntimo. El
argumento más sibilino esgrimido por el clero en defensa de la Ofrenda, y de
más calado en la sociedad, no es de índole religioso, sino histórico: “el único gesto público que todavía se
refiere al Antiguo Reino de Galicia”, porque repara la estima colectiva al
resucitar viejas dignidades perdidas. La tradición en este caso gozaría de
absoluta legitimidad si se tratase de una conmemoración civil. Ahora bien, quien
no distingue ajos de cebollas, obviamente necesita de un pastor.
La
asistencia a la ceremonia religiosa del recién nombrado alcalde de Tuy, la interpreto, al margen de su personal
orientación espiritual, que no podría erigirse en representativa
institucionalmente, como gesto conciliador propio de quien no desea estrenarse
contrariando al numeroso colectivo de creyentes locales,
aunque buena parte del mismo, concretamente el sector conservador, probablemente no le haya votado. No cabe
reprocharle, ni sentirse defraudado porque se haya desplazado a Lugo para
portar el estandarte tudense, ya que la cortesía institucional, en su vertiente
confesional o cualquier otra, no es punto programático de ningún partido. Porque no ha formulado quejas al respecto ni
culpabilizado a nadie por no acudir a la cita, y porque es episodio que en nada
afecta a su compromiso con Tuy y a la capacidad de gestión pública. Ni tampoco
es hecho que deba mermar ni un ápice la confianza en él depositada.
José Antonio Quiroga Quiroga