Era el ejemplo típico del paciente estacionario que se había
acostumbrado a la enfermedad. La sobrellevaba como algo natural. En realidad
empeoraba día a día, pero no se daba cuenta porque le permitía hacer lo que
consideraba vida normal, salir a la calle, aunque no más lejos, y tomar unas
cañas los fines de semana. Momentos que aprovechaba para disfrutar hablando de
su precaria salud, pero que, gracias a Dios, y al médico de cabecera, uno más
de la familia, no podía quejarse. Tenía
confianza ciega en su médico de toda la vida, por cierto, persona muy amable, que
le confortaba diciéndole que estaba bien, que no era nada, si acaso algo
pasajero sin importancia. Que no se preocupara, que pronto iba a mejorar, al tiempo
que le daba unas palmaditas de despedida en la espalda. Pero llegó el momento en
que se dio cuenta de que apenas podía levantar cabeza. Y así, cabizbajo, le dio
por reflexionar, favorecido por el mejor riego sanguíneo cerebral. Empezó a
preguntarse si debería cambiar de médico, pues había oído hablar, no mucho, la
verdad, de nuevos remedios para su mal que otros terapeutas mejor formados, y honestos, recetaban.
Sabía que las cosas no iban bien, y que,
de seguir como hasta ahora, el futuro no era nada prometedor, pero abandonar, a
pesar de todo, al que, mal que bien, siempre estuvo a su cuidado, lo consideraba más que una deslealtad, una
traición. De hecho, a base de rutina, sus propios pies lo conducían a la consulta
habitual. Pero un buen día, el 23 de mayo de 2015, día propicio en el
calendario electoral para reflexionar, cayó en la cuenta de que lo primero era
su salud, y que en el orden de lealtades la debida a uno mismo es la primera a
guardar; y que traicionarse a uno mismo es la peor de las traiciones. Al día siguiente, armado de valor y determinación,
salió a la calle en dirección a la urna más próxima decidido a cambiar de
aires.
José
Antonio Quiroga Quiroga