No discutiré
la legitimidad legal del fallo del Tribunal de Estrasburgo que deroga la
doctrina Parot y, consecuentemente, ordena la excarcelación de etarras o cualesquiera otros criminales que hayan cumplido el tiempo de reclusión impuesto, ni la obligación de acatar tal fallo. Como tampoco que la Justicia (legal) es del
Estado y no de las víctimas (pero sí la moral), como aclara, para llenarse de razón, Xosé
Luis Barreiro Rivas en “Cómo abordar el fin de la doctrina Parot”, además de
recomendarnos que nos liberemos del problema de sentimentalismos y entendamos
que “el hecho de salir de la cárcel es igual de justo que el de entrar”. Formulaciones
éstas sumamente sencillas y simples, pues los lectores no alcanzamos a más. Pero
sí cuestiono la utilización sesgada del artículo 25.2 de la Constitución española por el
antes referido e Ignacio Escolar: “Doctrina Parot: la justicia no es venganza”,
así como la acusación dirigida a las familias de las víctimas de falta de compasión por “perturbación
mental” de Elvira Lindo, en su artículo, “No hay otra”, en el que se echa en
falta la aplicación de reciprocidad de dichas acusaciones a los asesinos; todo
ello bajo el amparo de particulares aplicaciones de la Declaración Universal de
los Derechos Humanos (DUDH).
Los redactores
de la DUDH tomaron el sano criterio de no definir qué son los derechos humanos,
y menos cuál es su justificación o naturaleza, concentrándose a elaborar un
texto destinado a protegerlos. Como dijo Jacques Maritain, Presidente de una
comisión nombrada por la UNESCO de apoyo a los redactores políticos, “estamos
de acuerdo en todo, a condición de que no se nos pregunte por qué”.
Como
limitación a la soberanía de los estados, en evitación de bárbaras extralimitaciones
punitivas, la DUDH es un texto muy importante para la humanidad, pero entraña
el riesgo de ser tomado como sagrado y, en consecuencia, aplicable literalmente
a toda persona responsable de actos castigables al margen del alcance de los
mismos.
Entiendo que
la finalidad primera de la privación de libertad no es la reinserción, sino el apartamiento de la sociedad de
quienes atentan o perturban la normal y pacífica convivencia. Y que la reclusión, no solo contemplada como
castigo sino como prevención de comisión de
nuevos crímenes, debe ser proporcional al daño causado. Como también que
la proporcionalidad desaparece al establecerse un número máximo de años al
margen de la magnitud de la atrocidad cometida. Se dice que hoy día, y si no es
hoy lo será mañana, es posible adquirir en el mercado negro de venta de armas,
propicio para terroristas, una bomba nuclear de bolsillo, que arrojada en una
ciudad grande podría matar, p.e. cinco millones de habitantes. ¿Quedaríamos
conformes con que la pena a tal magnicidio se purgase con un máximo, sin
descontar los beneficios penitenciarios, de treinta años? Una cosa está clara, los muertos no tienen oportunidad de acogerse
siquiera al dudoso beneficio que le pueda reportar el pasaporte a la eternidad.
Considero engañosa,
si no perversa, la afirmación que “la
cárcel tiene como objetivo la reinserción y no la venganza”, confrontando
conceptos alejados de la finalidad de la pena de reclusión, para
justificar de manera indiscriminada la
reducción de penas por motivos humanitarios. El que las penas privativas de
libertad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social del
recluso, como reza el artículo 25.2 de la Constitución, no debe llevarnos a
identificar la pena impuesta en términos de tiempo de cárcel con tiempo
necesario para la reinserción, lo cual conduciría a reconocer castigo y
reinserción como un misma cosa. Si así fuese, no estamos libres de que algún
día se pronunciase el estrambótico fallo judicial de condenar a un criminal a
la pena de reinserción de veinte años. Para entrar en materia a este respecto
formulo las siguientes preguntas: ¿Se imparten sesiones sobre reinserción a
terroristas en prisión? ¿Son aceptadas? ¿Con qué contrastado provecho? ¿Cómo se
está seguro de que un terrorista está arrepentido de por vida? A propósito de la probabilidad de reinserción
de terroristas cito la frase, cuya autoría atribuyo, sin asegurarlo, a Pío
Baroja, referida a ciertos fanatismos de corte nacionalista: “lo que entra
irracionalmente, que no se espere que salga recurriendo a la racionalidad”.
Solo la cadena
perpetua resuelve el espinoso asunto de la proporcionalidad del castigo, a la
vez que respeta el derecho a la vida. He aquí unos datos dirigidos a los que se
escandalizan ante la pena indefinida y a aquellos que rinden reverencial
pleitesía a todo lo que lleva marchamo europeo. En la casi totalidad de los
países europeos existe la cadena perpetua, aunque revisable, a partir de cierto
número de años, cuyo monto varía según la nación. Revisable, sí, pero ahí está dicha pena que no renuncia a su
imponente nombre por su potencial utilidad en casos excepcionales. No cito, por
sabido, a los EEUU, el país más democrático del mundo, en el que se encuentra la sede
de Las Naciones Unidas, organismo donde se aprobó la DUDH. En Francia la cadena
perpetua se impone en condiciones excepcionales y por delitos excepcionales:
519 reos se encontraban en prisión por esta pena en octubre de 2010; aunque, en
realidad, solo cuatro pedófilos reincidentes están seguros de no salir con vida
de entre rejas, a los que se le aplicó la llamada “perpetuidad
incomprensible. También se destina a los actos
de terrorismo destinados a ocasionar masivamente la muerte y la destrucción. El
13 % de la población carcelaria en Inglaterra y Gales cumple cadena perpetua, a
la espera que las autoridades establezcan que ya no son un peligro. En Italia
1.430 cumplen la misma condena. Y en Alemania contemplan la cadena perpetua revisable
en casos de robo con agravante de muerte de la víctima.
La inapelable
justicia cósmica, orden cósmico si así se prefiere llamarla, no obedece a ningún
convencionalismo sino al determinante y exclusivo juego de fuerzas, y nosotros
como parte integrante del universo estamos abocados irremisiblemente a seguir
sus dictados. Hoy el clamor popular de un ingente número de “perturbados
mentales”, a tenor de las lindezas de doña Elvira Lindo, es una fuerza con
poder bastante para acabar imponiéndose en el orden social, aunque de acción
retardada por la superior fuerza momentánea del Estado de Derecho.
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