Drácula no ha
muerto. El espíritu del vampiro pervive y anida en las conciencias depredadoras
desde siempre. Su intrínseca capacidad de transmutación le ha permitido amoldarse
a los tiempos y circunstancias. Así, el clásico chupa sangres, devenido hoy en chupóptero,
por razones evolutivas y de estética procedimental, ha encarnado en la figura del político al uso porque comparte las mismas constantes: el político
sale de un sarcófago de cristal (allí mueren las ilusiones de los votantes) y
descansa confiado en el arropamiento de la urna; comete sus delitos al amparo
de la oscuridad porque la luz y transparencia democráticas lo destruyen; y no
se ve reflejado en el espejo porque es incapaz de reconocerse.
Como no cabe
esperar que los propios sacamantecas sean quienes arbitren medidas legales que
impidan el saqueo institucionalizado de la hacienda pública y del contribuyente, recurramos, como medida
depurativa, a la utilización de los sambenitos de la Inquisición, a imitación
de la industria turística de la región de Transilvania: reproducción y
comercialización de la efigie de todos los Condes y Barones Drácula del
territorio patrio, expuestas, junto a una ristra de ajos de producción
nacional, en todas las tiendas de souvenirs, e incorporación, a escala
natural, en la sala de los horrores de
los museos de cera para escarnio, espanto y erradicación de esta plaga tóxica y
contaminante de amamantados de lujo.
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