Al amparo del movimiento feminista Me Too de denuncia del abuso y acoso sexual machista que sufren muchas mujeres, algunas de las supuestas víctimas se animaron a denunciar las extralimitaciones soportadas treinta o cuarenta años después de haberlas sufrido. La mayoría de ellas, al menos las recogidas por los principales medios de comunicación, no provienen de humildes y desvalidas mujeres que han vivido bajo opresores regímenes dictatoriales de países tercermundistas, sino de mujeres, más o menos independientes y exitosas profesionalmente, mayormente del universo del espectáculo, del mundo occidental más avanzado en derechos y libertades. Un caso de actualidad, que ha recorrido medio mundo, es el protagonizado por la mezzosoprano Patricia Wulf, que declara haberse sentido acosada sexualmente por Plácido Domingo debido a sus constantes insinuaciones, aunque reconoce que no llegó a tocarla.
Dejando a un lado que ciertos comportamientos varoniles censurados se sitúan en la difusa frontera que delimita el acoso del cortejo (acción arriesgada cuya iniciativa parece adjudicada en exclusiva al macho), y prescindiendo de que la supuestamente acosada pudo atajar el acoso apelando al respeto y cortesía exigible a toda persona educada, cabe, en estos casos, formular dos preguntas: ¿por qué la ultrajada desactivó oportunamente su dignidad?, y, ¿qué motivos la empujaron a rescatarla ahora de su profundo sueño de treinta años ?
Manuel Vicent, en su columna dominical “La secretaria” (El País, 07/01/2019), se encarga de responder a la primera pregunta, exponiendo, a modo de ejemplo de conducta a seguir, el desenlace de una cena de negocios, previa a la firma de un contrato multimillonario, en el que esta empleada, que acompañaba a su jefe español, no duda emprenderla a bolsazos contra el japonés, dueño de una multinacional, que llevaba todo el tiempo metiéndole mano debajo de la falda. No dudó la secretaria imaginaria en anteponer su dignidad de mujer al puesto de trabajo, en la íntima convicción de que lo contrario equivaldría a incurrir en prostitución. Parece que la ambición profesional de las denunciantes: “decirle no a Plácido sería decirle no a Dios”; “Cómo le dices no a Dios”, pesó más que las respectivas autoestimas. Claro que, en su descargo, quién sabe si la razón de haber cedido no fue el miedo a que se frustrasen sus carreras, sino la permisividad ante el halago supremo de sentirse deseadas, y nada menos que por una celebridad artística, seguida del complaciente juego de coqueteo que con tanta pericia instintiva desarrollan las féminas, conscientes de su dominio sexual sobre los hombres, auténticos esclavos de la irracional e irrefrenable pulsión hormonal impuesta por la sabia naturaleza para garantizar la perpetuación de la especie.
Patricia Wulf y Plácido Domingo sosteniendo a la hija de la mezzosoprano |
Tratar de recobrar
la dignidad adormecida después de treinta años en que nada es igual, cuando ya nada
arriesga la denunciante, para poner en serios aprietos la reputación de Plácido
Domingo, induce a sospechar que tal dignidad está al servicio de los oportunos
intereses de quien la gobierna, pues, tanto de su proceder de entonces como del de ahora, solo se derivaron y se derivan
ventajas para ella. Es menos creíble que
Patricia Wulf haya sacado a la
luz pública estos episodios como simpatizante del movimiento feminista Me Too,
pese a que actualmente exhorta a sus estudiantes de canto a tener
coraje para decir no en situaciones comprometidas (valor que ella no tuvo); pues al tiempo que se presenta como
víctima, alardea en las redes sociales de haber participado en óperas al lado
de Plácido Domingo.
En la corriente Me Too asoma con frecuencia el perfil del rencor, de la revancha, de la persecución indefinida, despiadado y ajeno al arrepentimiento de los apestados y a su reinserción. En el reciente festival de cine Cannes, Lucrecia Martel, presidenta del jurado, basó su renuncia a asistir a la proyección de gala de la película del socialmente estigmatizado Roman Polansky, a quien todavía persigue la justicia estadounidense en calidad de culpable de violación de una niña de 13 años en 1977, en que “yo no separo al hombre de la obra”.
En determinadas cadenas de TV, cada vez son más las famosuelas que se animan a manifestar que han sufrido acoso sexual, fenómeno que, por semejante explosividad, remite a la época del destape en España, en que rivalizaban en ser las primeras en posar desnudas.
Ante este panorama podría llegarse a la conclusión de que no eres nadie, nada vales si nadie te acosa.
José Antonio
Quiroga Quiroga
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