Con frecuencia indeseada, dada la corrupción imperante, asistimos a la
repetida escena de imputados compareciendo ante los medios de comunicación
entonando, a modo de confesión pública, la jaculatoria, “tengo la conciencia
tranquila”. O, con mayor rigor, si cabe, como corresponde a un expresidente del
Consejo Superior del Poder Judicial, como Carlos Dívar, “tengo la conciencia
absolutamente tranquila”. ¿Qué cualidad exculpatoria tiene la tranquilidad de
conciencia para que todo el mundo acuda a ella? Ante qué o quién exculpa la
tranquilidad de conciencia, cabe preguntar, sobre todo a una de las figuras más
representativas de la Administración de
Justicia. Solamente ante uno mismo pero no ante la ley. Este tic probablemente
responde a la búsqueda de la absolución social, pero, en cualquier caso, el estado de la
conciencia de los inculpados es irrelevante para formar juicio sobre sus
actos.
El recurso a lo que dice la
propia conciencia probablemente responde a la creencia religiosa de que
es la voz de Dios. Para Benedicto XVI la conciencia es “la voz divina que habla
en nosotros, la capacidad humana para reconocer la verdad en ámbitos decisivos
de la existencia”. El enfoque laico de lo que es la conciencia, arroja
definiciones diversas como, p.e., “la autonomía absoluta de la voluntad
individual”.
Independientemente de la naturaleza, consideración y valor que la
conciencia tenga para cada cual, siempre me han parecido patéticas, sobre todo en
personas de reconocida altura
intelectual, las invocaciones al estado de ánimo de su conciencia. La
conciencia no tiene voz audible. Quién en descargo de responsabilidades apela a
lo que, supuestamente, le dice la suya, sabe que ésta no puede desmentirle.
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