El desastre y
consiguiente tragedia causados por la explosión de un almacén ilegal de
material pirotécnico en la parroquia de Paramos del municipio de Tuy, que en primera instancia remite a las catástrofes
que con sorprendente frecuencia castigan a países y zonas en vías de desarrollo, parece guardar, en el origen y las causas,
ciertas semejanzas con tales sucesos.
Si bien no es
prioritario ni momento de buscar
responsables, sino de ocuparse de las ayudas a los damnificados, no está demás que,
dada la virulencia y variado cariz de pareceres
y juicios, que quienes poco o nada podemos hacer para remediar la desesperada
situación de los afectados, reflexionemos acerca del contexto social del
entorno del lugar de la tragedia, y más en general del marco político y religioso.
Se va
sabiendo que buena parte de la vecindad era conocedora de la existencia del
almacén que explotó y de los movimientos y actividad que en él se desarrollaban.
Sin embargo, la confluencia de elementos como la particular interpretación del
concepto de buena vecindad; que la empresa empleaba personas del barrio; y la indescifrable
idiosincrasia gallega que delega ciegamente en la irracional confianza del “malo
será”, han sido factores que, en cierta medida, han determinado el
consentimiento tácito de la existencia de dicho almacén y el que nadie alertase
a las autoridades de tal peligro.
Cabe señalar
que, al margen de que los alcaldes son renuentes a que se ejecuten las
sentencias de demolición de inmuebles, ya sea porque llevarlas a término causa un serio perjuicio a los propietarios,
ya sea porque genera alarma en quienes
están urbanísticamente en situación de irregularidad jurídica, ya sea porque consideran que no les favorece en
términos electorales, el que ninguno de los regidores incursos en el expediente
no haya ordenado derribar el taller pirotécnico, declarado urbanísticamente
ilegal por no guardar el retranqueo con la parcela colindante, y clausurada de
oficio la actividad en el mismo, no les hace responsables de lo ocurrido. Es muy
probable que la retirada de la licencia de actividad del taller empujase al
propietario a seguir ejerciendo el
trabajo clandestinamente en galpones dispersos como el del fatídico accidente.
Aunque en situaciones graves como esta afloran sentimientos de todo
tipo y pelaje, no deja de sorprender el acusado contraste entre el aluvión de buenismo doliente de los
conocedores de la tragedia, expresado a través de las condolencias de rigor con
las víctimas, acompañado, por parte del conjunto de creyentes, de muestras de sentido agradecimiento a los poderes celestiales por haber querido que
la desgracia no haya sido mayor de lo esperable, que, en el fondo, no son más que respetuosa formalidad de expresar infinita indulgencia ante la inoperancia o
ineficacia de dichos poderes, con la agresividad mostrada por buena parte de
ellos con los políticos, con los poderes terrenales, los únicos que, aparte de la inestimable colaboración de
empresas y particulares, pueden realmente
socorrer a los damnificados.
A este
respecto destaca la arenga-soflama política-religiosa de un gurú local, que dice echar de menos el no poseer una bola
de cristal, aunque nadie diría que la necesita, ya que atribuye el milagro de
no haber habido más víctimas mortales y mayores daños materiales a la
intercesión ante Dios del sacerdote que levantó un centro parroquial (que no se
libró de sufrir daños) en las inmediaciones del almacén explosionado (se le
reconoce la labor de consolación espiritual de todo pastor vocacional), al
tiempo que arremete gratuitamente contra los políticos de la Xunta porque no
han venido más que a poner trabas administrativas a las peticiones de ayudas, y
contra el mismo Presidente de la Comunidad por haberse desplazado al lugar con el único
propósito de hacerse unas fotos y salir en televisión.
La aventurada
presunción de la intercesión divina no resiste el más elemental análisis del lógico
proceso de toda intercesión, ni el de la capacidad y voluntad divina en materia de misericordiosa intervención de
socorro. Cuando se intercede en favor de una causa, se da por sentado que el
intercesor conoce previamente la causa por la que ruega, que en el caso que nos
ocupa equivale a decir que el sacerdote aludido sabía de antemano que en tal fecha y hora iba a ocurrir la
explosión del almacén. Dejando a un lado el cómo y el quién reveló con
antelación al sacerdote el desastre que se iba a producir, y el por qué, a la
vista de los previsibles resultados, no
avisó a las autoridades, es evidente que
el calibre del infortunio deja en entredicho la capacidad y calidad de la
supuesta intervención de dichos poderes celestiales.
No es justo
ni sensato, ni en nada ayuda, que
personas adultas con cierta formación pongan frivolamente en duda la esforzada
labor institucional local y comunitaria en estos casos de emergencia humanitaria, como
también la realizada en general por los
servicios administrativos en la gestión
de las ayudas a los damnificados. No es actitud responsable el exigir una inmediatez imposible de cumplir en
términos de estricta observancia de
leyes y normas de aplicación en lo relativo al libramiento de dineros
públicos.
Creo advertir
cierto trasfondo partidario en esta enrarecida atmósfera de animadversión precocinada hacia la acción política, así como cierto paralelismo
entre la insana actitud de sustraer y
negar todo esfuerzo realizado por políticos y funcionarios y los actos de rapiña ejercida por
desaprensivos en las casas destruidas.
También es
extrañamente sospechoso que la voluntad del grupo de Gobierno municipal de
destinar un millón de euros para socorro de los infortunados, con cargo al
superávit o remanente de tesorería, a
varios días de su anuncio en la web del Ayuntamiento, no haya sido todavía compartido
en Facebook por dos de los partidos de la oposición, y no haya tenido eco ni
acogida entre los concordantes con el manifiesto del oráculo de Tuy.
José
Antonio Quiroga Quiroga
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