En el ámbito
de la esfera municipal, y en lo relativo al gasto en instalaciones deportivas, sostenido con el
dinero de los contribuyentes, considero un error educacional su utilización
como escuelas de forja de campeones, actividad que, por necesariamente agónica,
de sana y gozosa tiene muy poco o nada, en
lugar de destinarlas para el ejercicio físico en clave social recreativa y
saludable. El afán de la victoria conduce a la negación del placer del
ejercicio físico para centrarse en la obtención del máximo rendimiento. En la antigua Grecia la palabra ascética
designaba los duros ejercicios de entrenamiento a que se sometían los
gimnastas para convertir sus cuerpos en
instrumentos de victoria. Pero antes de preguntarnos acerca del tipo de victoria
que, con tanto empeño y sacrificio, persigue un deportista, no solo corporal sino
también en cuanto renuncia a
aprendizajes más convenientes y
provechosos (la mayoría acaba sin oficio ni beneficio) para los que no sueñan
más que con laureles, y cuáles son las rentas
que con ella se obtienen, traigo,
como ilustración de la componente
masoquista del espíritu competitivo gratuito de aquellos que con ofuscado denuedo van tras
un señuelo, esta elocuente frase de Rafael Sánchez Ferlosio, de un artículo
suyo, publicado en ABC el ocho de julio de 2000, titulado Borriquitos con
chándal: “en lo que atañe a los esfuerzos y sacrificios, siempre me ha parecido
a medias incomprensible y a medias indecente que el vacío furor de ganar por ganar
les lleve a algunos a tratar su cuerpo a latigazos, como si fuese su propio
caballo de carreras.
El espíritu
de dominación de los pueblos, expresado en tiempos pretéritos mayormente a
través de las guerras, ha encontrado
acomodo, en estos tiempos prácticamente de
paz global, en la figura del atleta deportivo, sustituto
del gladiador-soldado, como instrumento de autoafirmación colectiva, además de
la suya propia, no exenta de dosis de vanidad, tanto territorial (parroquia,
pueblo, comunidad o nación), como de idiosincrasia de raza, Al objeto de
enjuiciar la esencia y naturaleza del espíritu del deporte competitivo, resulta
esclarecedor reparar en el origen etimológico de la palabra trofeo, objeto de
deseo y alimento anímico de todo deportista de competición, que proviene del
latín trophaeum, y ésta a su vez de otra griega que significa: “monumento
elevado con los despojos del enemigo en el lugar donde empezó la derrota de
éste”. Aunque el trofeo con que se premia hoy día al deportista ganador no se
levanta con los despojos físicos de los
rivales, no se puede negar que, en cambio,
se alza sobre los menudillos anímicos de los derrotados, de ahí que no
deje de chocar que el deporte de competición, que despierta el connatural instinto
de agresión, reconducido y sublimado, se presente como escuela de vida ejemplar,
en la que el deportista entrega siempre lo mejor de sí mismo. Cuando tampoco es de ordinario ocupación
provechosa. En este sentido se pronuncia Ferlosio: “¡qué humanidades, tanto
ganar, ganar, ganar! humano no es medirse con los otros hombres, sino ocuparse
de las cosas.”
Sin embargo,
no existe rincón del mundo en que los triunfadores deportivos, elevados a la
categoría de “héroes” locales o nacionales,
no gocen del fervor y aplauso de las masas, tanto más apasionados cuánto
más necesitadas estén de redimir su condición
y estatus social, ya que solo ellos, los semidioses, tienen la capacidad de
elevarles la autoestima y rescatarlos del complejo de inferioridad. Pero todo
es vana ilusión y confortable autoengaño. El reflejo de la luz que irradian los
triunfadores en nada mejora la imagen de sus paisanos, pues siempre serán vistos y juzgados con arreglo a sus cualidades y méritos personales. Nada más conmovedor
en este sentido, al tiempo que comprensible,
pese a lo paradójico, que el ver a
grupos de irredentos perdedores en la vida, gentes desempleadas o mal
retribuidas desempeñando trabajos duros durante largas jornadas, gritando por
la calle, rebosantes de incontenible júbilo, ¡¡¡ campeoones, campeoones!!! porque
el atleta o club de sus amores y desvelos, que viven y sienten como miembros de una gran familia, ha
ganado un título, del cual participan y
reciben como remedio y bálsamo ocasional
de sus cotidianos sinsabores y fracasos.
Sorprende que
el deporte, en la modalidad competitiva,
actividad que no reporta ningún beneficio material a la sociedad, goce
de considerable apoyo financiero de las instituciones públicas. Las estrellas
deportivas nacidas bajo el amparo de las arcas públicas, tratan de justificar que
el dinero empleado en ellas durante su largo período de formación revierte, acrecentado,
en sus municipios, ya que gracias a la resonancia de sus logros ponen a su patria chica en el mapa, y porque
a donde quiera que vayan a competir, pasean su buen nombre. ¿Cabe, pues,
preguntar, de entre los aficionados a los deportes, cuántas personas conocen el pueblo de origen,
por ejemplo, del astro futbolero Neymar, o del campeón del mundo de fórmula uno,
Sebastian Vettel? ¿Y cuántas personas, de las que respondiesen afirmativamente,
atraídos por la fama de dichas
celebridades, irían de visita a conocer los
lugares donde vinieron al mundo?
Sepan que quienes
aspiren a la excelencia deportiva, no están legitimados para exigir, y menos en
tono aguerrido, porque les asiste el
respaldo popular, financiación pública de consideración para importantes
mejoras de instalaciones y compra de costosas máquinas para alto rendimiento
físico, sobre todo en localidades pequeñas en las que hay muchas necesidades
básicas sin cubrir. Los que practican deporte de alto nivel tienen el deber de procurarse
financiación privada, pues el beneficio que puedan obtener, solo en ellos
redunda. Menor legitimación tienen los corporativos vinculados con el deporte, ya
con delegación a su cargo, ya con
responsabilidades en club privado, para exigir mayores partidas dinerarias en los
presupuestos municipales destinadas al sostenimiento y cultivo de un prurito
competitivo estéril, sobre todo si tal demanda se realiza como contrapartida de su voto favorable, pues no es comportamiento admisible en
representante público, el supeditar la disponibilidad de recursos para atender
el servicio a toda una población al infinitamente menor beneficio de un club en
particular.
José Antonio
Quiroga Quiroga
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