A la sombra
del producto interior bruto y de la sobreprotección jurídica la política ha
alumbrado una extraordinaria camada de nuevos ricos muy ricos. Una casta depredadora
que fue engordando obscenamente en las inaccesibles y confortables alturas del
poder. La voracidad de la opulenta fauna
dominante, inmersa en desenfrenada orgía confiscatoria, llevó al resistente ecosistema
económico al límite de lo soportable por la sufrida clase
trabajadora, y al punto de ruptura del equilibrio social. La esperada reacción se desencadenó de manera espontánea de parte de justicieros de las capas bajas que han
decidido dar caza a esta devastadora
especie en la esperanza puntual de frenar su
avance y recortar su campo de acción. Y si bien raro es el día
en que no cae abatida una buena pieza, ni el escandaloso número de bajas, ni el insolente acoso plebeyo asomando
a los santuarios fiscales de la manada con patente de
corso y derecho de pernada, ha conseguido que ésta se sienta amenazada.
Sabe perfectamente que
el pueblo llano, educado históricamente en la ofrenda de sacrificios a dioses y patrones, tiene alma de vasallo. Y que acepta como
natural el orden establecido
de entregar dócilmente a sus dirigentes
la parte del león de las rentas de su dura brega. Y porque tradicionalmente, el pueblo sabio, conforme con
tener algo que llevar a la boca, seguirá confiando en la clase dirigente extractiva de toda la
vida, y votando a los acaudalados señoritos, porque solo ellos, expertos en el
manejo de riquezas y garantía de prosperidad, podrán sacarnos de la crisis y evitar que acabemos todos en
el paro.
José Antonio
Quiroga Quiroga
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