martes, 16 de junio de 2015

Representación política en actos litúrgicos

En 1494, mediante el tratado de Tordesillas, el papa Alejandro VI consintió en adjudicar las dos mitades del mundo conocido, propiedad del Creador, a los reinos de Castilla y Portugal. Hoy la Iglesia católica exhibe su potestad haciendo que reyes y poderes públicos se inclinen ante un obispo y le besen el anillo.
Bajo esta perspectiva mística, no es de extrañar el escrito reivindicativo de los obispos de la provincia eclesiástica de Santiago de Compostela por la ausencia de los nuevos alcaldes de Santiago y La Coruña en la Ofrenda (misa y procesión) de las siete ciudades del Antiguo Reino de Galicia al Santísimo Sacramento. Como tampoco el artículo, “El laicismo excluyente”, de Carlos Negreira, portavoz del PP en el Ayuntamiento de la Coruña; ni las declaraciones de la regidora de Mondoñedo, también del PP, “un pueblo que huye de sus tradiciones, renuncia a su identidad y alma”.  
Antes de entrar en el análisis de los argumentos esgrimidos por las partes dolientes, que se sienten excluidas y discriminadas,  al margen  de que el Estado Español es aconfesional, conviene dejar sentado que de entre las funciones de un cargo público no está la de representante del credo o credos de la ciudadanía. Solamente, en rigor, le corresponde la representación administrativa, aunque, en general,  el ejercicio de la política, en su afán intervencionista, trata de apropiarse y abanderar todas las esencias y sensibilidades del pueblo.  
En su delirio místico, Carlos Negreira, apela  “a la unidad del pueblo gallego, que en el siglo XVII fue capaz de reunir a las siete capitales de provincia para dar respuesta a la demanda de los ciudadanos” ¿Pretende decir el autor que los gallegos se sienten comunidad gracias a la religión católica, o acaso está reivindicando la desvinculación territorial de Galicia como reino privativo? En la misma orientación  nacionalista se alinea la exaltada, por imperativa,  declaración de la regidora de Mondoñedo: “también exigimos que se respete nuestra voluntad de seguir siendo un pueblo unido como única opción de sobrevivir”. Reprueba, el citado portavoz,  de confundir “aconfesionalidad” con laicismo excluyente,  enarbolando el art. 16.2 de la Constitución, redactado bajo la supervisión de la Iglesia Católica, “Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos… mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”. Sin duda, asocia cooperación (respetar y permitir actos públicos, incluso financiación) con asunción, participación y respaldo a las mismas; pues más adelante habla de “respetar y alimentar una tradición…”.
El nuevo alcalde de Santiago, tildado de liderar un movimiento populista y radical, pero cuya actitud al respecto se ciñe a acatar el mandato Constitucional, respondió “que no corresponde a un alcalde pedirle al Apóstol que termine con el desempleo y la corrupción. Lo que toca es ser capaz de impulsar políticas de transparencia y de fomento del empleo”. ¿No se percatan los creyentes de la impertinencia de poner en entredicho la demostrada incapacidad del Apóstol, al tiempo que  evidenciar su caprichosa pasividad en cuanto que no es dado a avenirse a poner remedio a las precariedades si no se le pide?
La ofrenda al Santísimo de las siete capitales del Antiguo Reino de Galicia es un acto esencialmente confesional, coprotagonizado por la Iglesia y  los representantes públicos de dichas localidades. Por tanto, y según la Constitución, no procede la participación de representantes del Estado (alcaldes) que decreta la aconfesionalidad del mismo.  Ni cabe apelar a la tradición, al margen de la discutible legitimidad de algunas, consideradas bárbaras, como valor con vocación de eternidad. El hecho de que dos  regidores decidieran no asistir en representación de sus circunscripciones territoriales no debe interpretarse como falta de respeto al acto litúrgico en sí mismo, sino simple acatamiento de la legalidad vigente, si bien cuestiona la continuidad de la tradición por cuanto  la no participación política la vacía de fundamento.
Dada la reiterada recurrencia a la idea de laicismo como base argumental del escrito de los obispos, y para no dejarse llevar por la proverbial retórica envolvente de sus eminencias,  es necesario tener presente los conceptos, laicismo: “doctrina que defiende la independencia del Estado respecto de cualquier organización o confesión religiosa”; y laico: “Dícese de la escuela o enseñanza que prescinde de la instrucción religiosa”. No es cierto, por tanto, como afirman los prelados, “que la laicidad del Estado promueve la variedad de convicciones existentes en la sociedad” (se abstienen, astutamente, de especificarlas), en cuanto que no imparte su enseñanza. No se ajusta a la realidad declarar que  la laicidad del Estado consista en “negar la relevancia pública de este gesto tan propio de Galicia, solo por el hecho de su forma cristiana”, porque no se niega. Si acaso se cuestiona que haya que dar gracias a Dios como si el Antiguo Reino de Galicia fuese obra del Áltisimo. Como tampoco dar a entender que “no corresponde al Estado excluir a los cristianos y a sus celebraciones del ámbito público y reducirlos a lo privado”, porque el Estado sigue permitiendo la utilización de lugares públicos para las manifestaciones religiosas, aunque la espiritualidad pertenezca al ámbito privado e íntimo.  El argumento más sibilino esgrimido por el clero en defensa de la Ofrenda, y de más calado en la sociedad, no es de índole religioso, sino histórico: “el único gesto público que todavía se refiere al Antiguo Reino de Galicia”, porque repara la estima colectiva al resucitar viejas dignidades perdidas. La tradición en este caso gozaría de absoluta legitimidad si se tratase de una conmemoración civil. Ahora bien, quien no distingue ajos de cebollas, obviamente necesita de un pastor.


La asistencia a la ceremonia religiosa del recién nombrado alcalde de Tuy,  la interpreto, al margen de su personal orientación espiritual, que no podría erigirse en representativa institucionalmente, como gesto conciliador propio de quien no desea estrenarse contrariando al numeroso colectivo de creyentes locales, aunque buena parte del mismo, concretamente el sector conservador,  probablemente no le haya votado. No cabe reprocharle, ni sentirse defraudado porque se haya desplazado a Lugo para portar el estandarte tudense, ya que la cortesía institucional, en su vertiente confesional o cualquier otra, no es punto programático de ningún partido. Porque no  ha formulado quejas al respecto ni culpabilizado a nadie por no acudir a la cita, y porque es episodio que en nada afecta a su compromiso con Tuy y a la capacidad de gestión pública. Ni tampoco es hecho que deba mermar ni un ápice la confianza en él  depositada.


                                              José Antonio Quiroga Quiroga

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