sábado, 19 de enero de 2013

Transilvania Ibérica


 

Drácula no ha muerto. El espíritu del vampiro pervive y anida en las conciencias depredadoras desde siempre. Su intrínseca capacidad de transmutación le ha permitido amoldarse a los tiempos y circunstancias. Así, el clásico chupa sangres, devenido hoy en chupóptero, por razones evolutivas y de estética procedimental,  ha encarnado en la figura del político al uso porque  comparte las mismas constantes: el político sale de un sarcófago de cristal (allí mueren las ilusiones de los votantes) y descansa confiado en el arropamiento de la urna; comete sus delitos al amparo de la oscuridad porque la luz y transparencia democráticas lo destruyen; y no se ve reflejado en el espejo porque es incapaz de reconocerse.

 
          La España de Rinconete y Cortadillo nos retrata como país de pícaros, y a la picaresca se verá abocado de nuevo el pueblo tras el saqueo del estado del bienestar. Pero el ingenio de aquellos pícaros para paliar el hambre nos reportaron fama de imaginativos y propiciaron páginas de buena literatura. Los groseros truhanes acomodados de hoy solo dan para bochornosas crónicas periodísticas que nos hunden en el descrédito. Si  es criticable, por falta de mesura,  el desahogo de la ciudadanía cuando afirma que todos los políticos son corruptos, no lo es menos la interesada declaración de parte de que  la mayoría son honestos. Lo cierto es, que la luz, de vez en cuando, sorprende por descuido o exceso de confianza, a muchos menos chupópteros de los que la política acoge en sus oscuras covachuelas y fondos de reptiles. Al igual que la saliva de las sanguijuelas lleva un anestesiante para evitar que la víctima se percate de la mordida, las babosas palabras de esta casta de parásitos vehiculan discursos tranquilizantes que tratan de adormecer a la población hasta el punto de llegar a convencerle de que el desfallecimiento económico que padece obedece en exclusiva a la falta de cabeza de todos los que les dan de comer a ellos.


Como no cabe esperar que los propios sacamantecas sean quienes arbitren medidas legales que impidan el saqueo institucionalizado de la hacienda pública y del  contribuyente, recurramos, como medida depurativa, a la utilización de los sambenitos de la Inquisición, a imitación de la industria turística de la región de Transilvania: reproducción y comercialización de la efigie de todos los Condes y Barones Drácula del territorio patrio, expuestas, junto a una ristra de ajos de producción nacional, en todas las tiendas de souvenirs, e incorporación, a escala natural,  en la sala de los horrores de los  museos de cera para escarnio,  espanto y erradicación de esta plaga tóxica y contaminante de amamantados de lujo.

 

 
                                                    José Antonio Quiroga Quiroga

 

 

sábado, 12 de enero de 2013

Derecho a una vivienda digna


 

En estos aciagos tiempos de desalojos hipotecarios de viviendas, la terminología generalmente empleada, mayormente por políticos, para referirse a los arrojados a la calle como, “los que se quedan sin techo”, variante de, “los sin techo”, que se aplica a quienes viven habitualmente a cielo descubierto, sorprende por su primitiva elementalidad acerca del concepto de cobijo, despojado de toda referencia a la calidad habitacional que corresponde al desarrollo actual y exigible por derecho.

El artículo 47 de la Constitución establece el derecho a una vivienda digna y adecuada, en el sentido de accesibilidad y asequibilidad, no de gratuidad, bien en propiedad (vivienda protegida) o alquiler, basado en que los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias, socio-económicas (salarios acordes a tal fin) y legales (normativa), regulando la utilización del suelo de modo que impida la especulación. La realidad ha reducido el  contenido de dicho artículo a mera retórica legal, y convertido la vivienda en un bien más de mercado. Solamente están garantizadas las condiciones básicas que debe reunir una vivienda para ser considerada digna, mediante las Normas de Habitabilidad,  de obligado cumplimiento en la fase de proyecto, y a través de la tramitación administrativa de la concesión de la cédula de primera ocupación, que fiscaliza la observancia de dichas normas en la obra ejecutada.

Así como la dignidad humana, y el confort consonante, son función del desarrollo cultural y económico de la comunidad en la que viven las personas, también la mayor o menor dignidad de las palabras empleadas al tratar un problema social, como la carencia de vivienda, revela el grado de consideración e implicación con el mismo. Observo, pues, cuán precaria, distante y  desvinculada con el derecho constitucional a una vivienda digna resulta la arraigada expresión, “sin techo”. 

La denominación francesa, “sans abri” (sin abrigo) para referirse a  los que padecen de tan básica privación, muestra más amplitud de miras ante la falta de protección contra la intemperie. Mayor sensibilidad social encierra la expresión inglesa “homeless” (sin hogar), que va más allá de la idea de cobijo como simple refugio físico.  

La reiterada utilización en nuestro país de la expresión  “sin techo”, evidencia la perspectiva cutre que anida en la consideración de los dirigentes de nuestros destinos sobre el concepto social de vivienda, así como  el escaso compromiso  ante la dramática dificultad de acceso a ella, en cuanto que cabe sobrentender de dicha expresión que cualquier alojamiento de ocasión, un mal chamizo, es aceptado como alojamiento válido.  Palabras pobres, de corto alcance, para problemas de pobres.

 

                                              José Antonio Quiroga Quiroga